3.10.05
La tristeza de una huerta
Vuelvo hoy a escribir desde esta tierra seca, sedienta y apaleada, donde el forastero casi siempre vino a pacer y esquilmar, a hacer carrera y catapultarse cual saltador circense, que es éste un espectáculo como tal en el que acabará por convertirse, definitivamente, la política.
El campo, la otrora huerta de Europa, muere poco a poco, por inanición de unos hombres que dicen quererla pero que en el fondo abominan de ella. Se cortó el caudal, se echó el tablacho como dicen los que de verdad la aman -y la sufren- porque al señorito del cortijo se le puso en sus reales y, anda, que si quieres arroz ... Hasta los amigos del señorito, mire usted, le han recriminado su actitud. ¡Acabáramos! Los árabes, tan denostados luego, nos canalizaron y nos enseñaron a regar las tahúllas de las que muchos han vivido desde generaciones. Lo que antes fue vergel ahora es un páramo muerto, yermo, derrotado. El sabor del fruto, el color, el olor nos lo han cambiado con las modernas técnicas de abono y compuestos, pero es que ya ni eso: es que lo que nos viene es peor, es la extinción, la desaparición, la nada. ¿Quien se dedica a la agricultura, con lo que está cayendo? Mis amigos que lo hacían se trasvasaron al sector servicios y sus padres, labriegos de siempre, vendieron el bancal al mejor postor porque no había quien lo labrara. Así nos va. Huyendo con el negocio hacia el vecino de abajo donde la mano de obra está tirada de precio y donde las tierras, aparentemente, son más fértiles. Así nos va a los murcianos de dinamita que dijera el poeta, muerto en la mazmorra de la incomprensión y el aislamiento. Como nuestra huerta. Amén.
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