Veinticinco años se han cumplido ya de la muerte de Joaquín Garrigues Walker, en su día, la esperanza liberal del panorama político español. Murió de leucemia tras una titánica lucha contra esta cruel enfermedad. Cuenta el periodista Enrique de Diego en su libro Pretorianos la trágica y desagradable forma por la que el que fuera ministro en sucesivos gobiernos de UCD se enteró de lo que tenía: “Joaquín se enteró de su enfermedad de una manera extraña. Unos meses antes, le entrevista un periodista francés del “Liberation”. La pregunta es un mazazo:
–¿Qué siente usted, un político en la cercanía del poder más alto de su nación, cuando ya tiene conocimiento de que su enfermedad es terminal?
El periodista se ha documentado bien, pero Joaquín no sabe nada. El interés del periodista tiene un lado humano:
–Usted tiene leucemia, la misma enfermedad de la que ha muerto mi hijo”.
Garrigues abroncó a sus más próximos por ocultarle la gravedad de su dolencia. Sin embargo, haciendo honor a su fair play, acudió esa misma noche a una cena en la que espetó a los amigos reunidos: “Hoy es un día muy especial para mí y no os puedo decir por qué”.
Los días posteriores fueron un pugilato contra la muerte. Mejoraba, empeoraba y viceversa. Superó varias crisis muy agudas. En una ocasión, viendo sus allegados que se aproximaba el fatal desenlace, llamaron a Adolfo Suárez quien acudió a la habitación del hospital. Joaquín, con su flema, abrió los ojos, vio al entonces presidente del Gobierno con el que había tenido sus más y sus menos y le dijo: “Adolfo, ¡es que tienes que venir a comprobar por ti mismo que me muero!”. No expiró esa tarde. Finalmente falleció pocos días después, un caluroso 28 de julio de 1981, en la madrileña Clínica de la Concepción. Y ya ha llovido desde entonces; un cuarto de siglo.
29.7.05
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